No le gustaban los días como aquéllos.
A veces tenía la sensación de que su ánimo dependía tanto del tiempo, como el tiempo dependía irremediablemente de su ánimo.
Esa mañana se había levantado sin prisa, sin sonrisa, sin ganas de nada, y cuando abrió la ventana, las brumas de las primeras luces del día le mostraron un cielo lechoso, oscuro, anodino.
No le gustabn los cielos como aquél.
El viento aullaba inclemente entre los resquicios de las esquinas angostas, azotaba postigos y levantaba en remolinos toda la basura del suelo, agitando con furia la melena oscura y las ropas de Sara.
Esperando en la estación, pensó distraídamente que el rugido del viento se confundía a veces con los sonidos mecánidos de motores de coches amortiguados por la lejanía, con la inminencia del tren que la llevaba y la traía cada día, con el murmullo alborotado de la gente que esperaba en el andén.
Miró, impaciente, a su alrededor, y se encontró con una hoja vacilante que pendía de un árbol; marchita de frío y soledad se había resignado al cruel destino de todo lo que es bello pero efímero.
El viento implacable de otoño acabó con el último aliento del verano, arrancando la hoja de su rama delgada y quebradiza, haciéndola danzar, sumiéndola en un movimiento frenético y demencial.
La hoja pasó rozando la mejilla de Sara, y ésta alargó el brazo para cogerla entre sus manos.
El viento ya no se reirá más de ti hoy, le dijo, guardándola con primoroso cuidado dentro de su abrigo.
Seguiría azotando su ventana y taladrando sus los oídos, pero ella le había arrebatado algo que por derecho le pertenecía al verano, y a los días de sol y calor que ella echaba desesperadamente de menos en las tardes frías, tristes y oscuras de noviembre.
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1 comentario:
Me encanta como escribes Jime, ya lo sabes.
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