jueves, 8 de marzo de 2007

Soy sabia, soy invencible, soy una mujer

Hoy es día 8 de marzo: día internacional de los derechos de la mujer.
No es sólo una fecha destacada en el calendario de la cocina con negrita o rojo; no es sólo un día para dedicárselo a esas madres, amigas, tías, hermanas, que hacen mucho más de lo que ellas se hubieran creído capaces de hacer, no es sólo un tributo a esas mujeres trabajadoras, hoy en día por partida doble, que se sienten culpables si no manejan con la misma facilidad el ordenador de la oficina como el carrito de la compra. Es, por encima de todo, un recordaotorio de una fecha triste y lamentable de la historia reciente; un 8 de marzo de 1908, 129 mujeres murieron asesinadas en una fábrica textil en Nueva York, a manos de un empresario loco con poco cerebro y mucha testosterona, simplemente porque se pusieron en huelga. Y es también un homenaje a aquellas mujeres, y a muchas más a lo largo de la Historia, que se armaron de valor para luchar contra el sistema, y sin las cuales probablemente yo no estaría aquí escribiendo lo que escribo.
Hoy en día, casi 100 años después, afortunadamente se han perdido esos usos poco ortodoxos de quemar mujeres vivas cual si de mercancía inersvible se tratase. Sin embargo, todavía nos quedan muchas batallas por librar antes de ganar la guerra.
Brechas salariales, violencia de género (yo no utilizaría eufemismos y la llamaría violencia de animales descerebrados), difícil acceso a cargos importantes...en fin.
De hecho, la tasa de paro entre las mujeres es 5 puntos porcentuales más alta que la de los hombres. No creo que esto sea debido a ningún tipo de misoginia, sino más bien a simple pragmatismo empresarial: contratar a una mujer es más caro que contratar a un hombre, ya que son suceptibles de tener que recibir bajas por maternidad, y tienen más tendencia a faltar al trabajo que los hombres por compromisos familiares (luego se quejarán de que la natalidad es baja, pero en fin)
De todas maneras, todos esos angostos problemas se reducen a minucias insignificantes si las comparamos con las mujeres que tienen problemas de verdad en el mundo: las mujeres que viven en continentes azotados por el hambre y la misera, en los que, por religión, por tradiciones tan milenarias como abominables, y por falta de protección, están más a merced de la crueldad de los hombres que en cualquiera de los países desarrollados. Al final y al cabo, cuando miro a mi alrededor, me doy cuenta de la suerte que tengo de haber nacido en un país que me permite alcanzar mis objetivos y hacer y decir lo que quiero en cada momento. Unos derechos básicos de los que carecen miles de millones de mujeres en el mundo.Porque, como es bien sabido, sólo hay una cosa peor en este mundo que ser pobre: ser pobre y ser una mujer.
Hace algún tiempo leí un reportaje con un título revelador: África es un nombre de mujer.
Era un magistral sondeo de la naturaleza humana, en el que se presentaba el hecho de que África, pese a ser el continente donde la suerte de la mujer es más aciaga, con las tasas más altas de violaciones y mortalidad femenina del mundo, también es el que, paradójicamente, tiene más mujeres en los altos cargos políticos, incluyendo cuatro primeras ministras. La moraleja de la historia es que los países que han salido de procesos tan traumáticos como guerras civiles o genocidios, como LIberia o Ruanda, se han dado cuenta de que manteniendo a hombres en el poder no van a salir nunca del círculo vicioso de guerras civiles y étnicas, sangrientas y estúpidas a partes iguales, y han decidido al final encomendar sus destinos a las manos prácticas y sabias de las mujeres ; siglos y siglos de ocuparse de la casa y los hijos han forjado en el carácter de la mujer una sensibilidad especial de la que definitivamente carecen los hombres.
Por eso, a veces sueño con lo bonito que sería un mundo dirigido por voces, manos, y cerebros femeninos.

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