La noche era cálida, húmeda, impenetrable.
El silencio de tercipelo abrazaba los cuerpos de los amantes, que, estremecidos en medio de la nada, articulaban frases que no pretendían ser oídas, prestando atención únicamente al ritmo acompasado de sus corazones. Pum, pum, latía un tambor debajo de la tierra.
Minutos que se deslizan como la seda, gotas de sudor, de vapor, que recorren como caricias la piel desnuda, que resbalan, caen al suelo y se fragmentan en millones de pedacitos de cristal; la luna que susurra estremeciendo y arrullando las copas de los árboles, testigos furtivos y silenciosos de la danza demencial de los amantes.
De repente, una palabra dicha en voz alta; cual sonido que se pronuncia al azar, incoherente, carente de sentido, perturbador.
No es que las palabras importen esa noche de verano en medio de alguna parte, o de ninguna parte. No es que él pretenda ser racional, o que ella piense que lo es.
La lógica, la racionalidad, no existen en ese pequeño mundo creado por y para los amantes, bajo esa bóveda cuajada de luces vacilantes, en medio de ese calor tropical que los hace sudar, que los hace jadear, que los hace temblar.
Ella, de repente, alarga el brazo, y atravisiesa su pecho sin ningún pudor. Él observa, incrédulo, cómo introduce la mano entre sus costillas, para volver a sacarla segundos mas tarde con algo entre los dedos.
-Ahora tu corazón me pertenece-sentencia ella, impasible.
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